viernes, 9 de noviembre de 2007

¿Venezolana?

Para Elías Pino

Últimamente voy por la calle preguntándome por qué soy venezolana o por qué me identifico con mi país. Millones de ideas se me vienen a la cabeza continuamente, sobre todo ahora, en este escenario político, económico y social tan controvertido, pero cuando me siento a escribir estas líneas me doy cuenta de que plasmar ese montón de ideas es una tarea difícil, porque a lo largo de mi vida he estado rodeada de incontables transformaciones como venezolana.

Soy valenciana, mi madre es de un pueblo del norte del Estado Monagas, llamado nada más y nada menos que “La Guanota”, mi padre es un italiano que llegó en 1957 de la mano de mi abuela a tierras venezolanas huyendo de una situación difícil en Europa y llegando a la cumbre de un contexto político venezolano muy interesante: la debacle de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Por esta razón, desde niña comencé a vivir esa influencia de una familia italiana que, como muchas más, comenzó a construirse un futuro en este país y que, poco a poco se mezcló con la influencia –igualmente grande- de una familia muy humilde del oriente del país.

Ser venezolana entonces, implica en principio esa mezcla tan importante de culturas, el arraigo de mi familia paterna a estas tierras y a lo que había en ellas y las costumbres y modos de vida de una madre venezolana, que, sin haber terminado ni siquiera el bachillerato, trabajaba cómodamente en el Pedagógico de Maturín como Bibliotecaria. Además, me tocó ver continuamente como mis abuelos llamaban “India” a mi madre y al resto de los venezolanos con los que se relacionaban. Eso me hizo entender, sin duda alguna, que había una marcada diferenciación social, que fue construida desde los tiempos coloniales por los extranjeros, específicamente, por los españoles y que indudablemente se convirtió en una tradición que ha trascendido a los tiempos actuales, hasta el punto de decir que nosotros mismos marcamos diferencias dentro de nuestra sociedad.

La población venezolana está caracterizada por un conjunto aglutinado de razas, producto de un proceso de mestizaje que exhibe rasgos muy propios. Su carácter y valor intrínseco debe ser entendido como una variedad de costumbres, rostros y colores que han sido moldeados por aspectos históricos, geográficos y dinámicos. Una población aislada, analfabeta y apática en tiempos de la configuración de la república, que se fue transformando sustancialmente a principios del siglo XX hasta tomar forma en un mestizaje continuo producto de la llegada de innumerables extranjeros, de la personalidad del gobernante de turno, de las oportunidades que se fueron presentando, de los personajes que hicieron eco en nuestra historia política y social y que junto a lo demás, fueron transformadores de una sociedad que se negaba al cambio, que temía el cambio pero que durante todo este proceso comenzó a tomar conciencia de su condición, de su pertenencia al país, de la lucha de la que debía ser partícipe, de su historia, de la religión que le habían impuesto, de sus modos de vida en general, pero también, de su interés por las cosas de afuera, por lo superfluo y superficial, por el consumismo, la opulencia, la apariencia, en ese proceso histórico que desde siempre, ha favorecido a unos y ha marginado a otros y que mantiene en sí mismo un factor constante: la diferenciación de clases definidas entre ricos y pobres e incluso entre blancos y negros.

Indiscutiblemente Caracas era otra ciudad. Llegué justo en épocas de transición. Se estaba dando un gran cambio político en el país y ese cambio iba de la mano con una ruptura de la historia democrática de Venezuela para entrar a una idea renovada, “revolucionaria”, llena, como siempre, de miles de promesas de cambio, de inclusión y reivindicación social, y, sin duda alguna, de una negación constante del pasado forjador de lo que somos ahora. Durante estos ocho años, todo cambió, incluso mis formas de ver las cosas, los conceptos de familia, la visión religiosa; claro, todo esto producto de crecer, de vivir y de una formación universitaria en el campo de la diplomacia y la comunicación.

Pero no sólo eso, hoy en día soy completamente ajena a mi ciudad natal y más que hablar de ser venezolana, yo comenzaría por decir que soy más caraqueña que otra cosa, que ya no hablo como antes y que algunas veces, mis padres –la oriental y el italiano- los que me formaron en principio bajo claras normas familiares y sociales, me ven con sincera extrañeza, hasta el punto de decir que soy muy rara y que Caracas transformó mi vida y mis visiones. Y es así, indudablemente, ser caraqueño, valenciano, “maracucho”, llanero, oriental, es, desde tiempos de emancipación todo un mosaico de culturas y modos de vida distintos. Todo este fenómeno se une a la llegada de extranjeros a mediados del siglo XX, quienes, innegablemente, han sido forjadores de cambios económicos y sociales, de importantes mezclas, sobre todo, en los estados Miranda, Carabobo, Aragua y en la capital, estados que han presentado, desde siempre, las mejores oportunidades para una población ávida de cambios que buscaba continuamente, mejoras en su calidad de vida y acabar con el aislamiento que vivieron durante todo este tiempo de transformaciones.

Para ejemplificar un poco estas diferencias, me atrevo a señalar que en Valencia hay una marcada diferenciación de clases sociales. La gente de dinero, más que un sector intelectual, yo lo ubicaría en un sector enmarcado dentro de innumerables frivolidades, están muy pendientes de los lujos, el dinero y las relaciones sociales como punto focal de vida. Por otro lado, la gente de clase media baja está sumergida en una especie de oscurantismo de nuevas ideas, de intelectualidad, de crecimiento. Es, sin importar la clase social a la que pertenezca, una sociedad consumista y con tradiciones y culturas muy parecidas a las que yo tenía, lo que me hace pensar que no han cambiado ni se han transformado. Es una sociedad considerablemente clasista, con diferencias bien marcadas, algunas veces apática en muchos sentidos, una sociedad que raya algunas veces en la incultura y el desprecio.

Esto no quiere decir que en Caracas no se sufran estos males, al contrario, hay algunas tendencias de este tipo, pero también hay diferencias marcadas en principio por el hecho de ser la capital de Venezuela, por aglutinar a las instituciones del estado, los medios de comunicación, las mejores universidades, entre otras cosas. El estilo de vida es indudablemente distinto, es el epicentro de nuevas ideas, de nuevos estilos, pero también de polarizaciones, aún cuando todos estamos juntos, cuando un edificio lujoso está delante de un cerro lleno de gente que vive en condiciones infrahumanas, cuando paseamos en metro de punta a punta, de Palo Verde a Propatria y vamos viendo como cambian los paisajes y los panoramas, como cambian las caras de la gente en cada estación; como la gente se empuja, se irrespeta, cuando la violencia es el arma principal de supervivencia en una ciudad llena de contrastes, cuando a veces provoca salir corriendo.

Soy venezolana y serlo me llena la mayor parte de las veces de gran orgullo (no puedo negar que algunas veces siento cierta vergüenza de las cosas que pasan en este país), tenemos una personalidad que se reconoce a donde quiera que va.

Y sobre todas las cosas, soy venezolana, porque soy víctima, como muchos, del miedo al cambio, porque a veces me quedo en los laureles esperando que alguien haga las cosas por mi, porque me levanto muy temprano a trabajar y llego muy tarde a casa porque tengo más de dos trabajos, porque me he dado cuenta de que mi evolución como venezolana tiene que ver con haber llegado a tierras caraqueñas, porque se está reivindicando el papel histórico y social de la mujer, porque cada día noto las grandes diferencias que existen en nuestra sociedad, porque me ilusiono como todos por un mejor país, que debería comenzar, en principio por la gente, porque me ha costado cambiar conciencias, cuando la característica principal en la falta de conciencia, porque las nuevas generaciones están algo viciadas de las viejas y a veces siento que retrocedemos en vez de avanzar. Para ser honesta, algunas veces siento que soy de otro planeta y que veo esta realidad desde la ventana de un avión que vuela hacia otros lugares, pero a pesar de eso, formo parte de esta masa, del tráfico, de la cola, por eso y más, soy venezolana.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Los ángeles que cuidan a María

Crónica de una joven que no tiene miedo

Maricarmen Cervelli Navarro

Camina a media noche por una calle oscura, lleva grandes cantidades de dinero distribuidas en su cartera, va de un lado a otro en autobús o en cualquier taxi, sube las escaleras de un cerro con naturalidad. Es arriesgada, a veces temeraria, hace cosas que mucha gente no haría, pero a ella la protegen dos ángeles y por eso nunca le ha pasado nada en una de las ciudades más peligrosas de Latinoamérica: Caracas.

María Isabel, tiene 23 años, vive desde hace tres en una cuadra pequeña llamada Colinas de la California Sur; esa frontera extraña que une Macaracuay con la California, que tiene todo cerca pero al mismo tiempo lejos y que se asemeja algunas veces con el paraíso y otras con el infierno.

Se debate entre la universidad y un trabajo aventurero: es productora de comerciales para televisión, labor que la convierte en una especie de heroína y máquina imparable en cualquier punto de la cuidad. Generalmente, debe levantarse muy temprano cuando tiene una filmación, es una de las primeras personas que debe hacer acto de presencia en la locación escogida para el comercial. El trabajo que se realiza antes de la producción es muy arduo y muchas veces, a María se le olvida que para ese día debe tener bajo la manga un taxi que, a altas horas de la madrugada, la busque desde su casa hasta el lugar de destino.

María camina a las 4:30 a.m. desde su casa hasta la Avenida Francisco de Miranda, en una distancia equivalente a la que hay entre una estación de metro y otra, con la diferencia de que lo único que se encuentra desde el camino a casa hasta la avenida son entradas a la autopista, puentes, el Río Guaire y una calle que va directo a Petare. Para ella es natural, camina con paso acelerado y por el medio de la calle que por cierto es muy oscura, se encomienda a Dios pero en especial a par de ángeles, que según ella, vuelan detrás de su cuerpo haciéndola invisible ante cualquier maleante de éstos que sobran en esta ciudad que llaman Caracas. Cualquier persona en su sano juicio, no caminaría a esas horas por ahí, incluso, no caminaría a ninguna hora por ahí. Claro, eso lo pienso yo, que soy una paranoica. Ella es una de esas personas que forman parte del ínfimo porcentaje que dice no tener miedo en esta ciudad.

La miro como una madre que reprende a su hija y casi le suplico que no vuelva a cometer semejante locura, pero ella tiene sus argumentos.

“No tengo miedo porque me siento protegida –dice con un halo de seguridad y desafío- estoy siempre segura y pienso que nunca me va a pasar nada. Tengo una protección divina y tomo medidas necesarias para ayudar a mi protección. Creo en la capacidad de hacerme invisible ante el peligro. Para mi es significativo que mi mamá rece por mi todas las noches y sé que cuando ella muera me sentiré desprotegida” agrega María, dándole un sentido mágico a sus peculiares aseveraciones que son a veces, algo risibles, pero tienen un sentido más profundo de lo que uno cree.

La mamá de María está en Valera, Estado Trujillo, es una mujer muy religiosa. Tiene tres hijos, María es la del medio, Julián, el mayor, vive en Francia, y Mariana es una adolescente que aun no ha agarrado vuelo. Se la pasa rezando por sus hijos, sobre todo por María que siempre ha sido la más irreverente. Y puedo dar fe de que a María Isabel nunca le ha pasado nada desde que vive en Caracas, bueno, par de intentos de atraco pero ambos fallidos y es que la muchacha de verdad, tiene guáramo.

“Cuando vivía en Valera, siempre quería venirme para Caracas”. Y lo logró, se vino a los 17 años a estudiar Psicología en la Universidad Central de Venezuela. Su primer hogar fue la casa de su abuela en el Valle, en el Edificio “Cerro Grande” donde está la sede del CICPC. El Valle es una de las 22 parroquias que conforman el Municipio Libertador (el más peligroso de Caracas); es una zona popular que alberga a personas con escasos ingresos y ha tenido una explosión demográfica a lo largo de su historia, configurándose como una zona de bloques y barrios, con problemas que no son ajenos al resto de la ciudad: drogas y delincuencia. María vivió ahí algunos años.

La ventana de la que era su casa da a un barrio que se levanta poderoso hacia el horizonte. Pasar las vacaciones ahí, desde niña, significó para ella acostumbrarse a ese modo de vida apurado, violento y de miedos que desarrolla cualquier mortal, menos ella. Aunque vivía en el edificio, siempre estuvo familiarizada con el barrio trasero. “Siempre veía cosas”, dice María mientras caminamos por los pasillos de su antigua morada. Honestamente, yo estaba muy asustada, pues las paredes llevaban consigo la marca evidentes de las balaceras que se arman en ese lugar, pero ella por el contrario caminada orgullosa por aquel pasillo largo e interminable, aunque reconoció que esas huellas le producen cierta preocupación “ojala que ningún loco esté apuntándome”, señalando con el dedo a aquella masa confusa de casas, casitas, ranchos y ranchitos confundidos entre matorrales, cables y escaleras.

“Vivir aquí te da ventajas; después que te conocen y te ven tanto tiempo llegando al edificio, no te pasa nada” y así era, la gente la conocía desde que era una niña, incluso en el mismo piso donde ella vivía, estaba el apartamento de uno de los peores azotes del barrio trasero y a María nunca le hizo nada, mientras que todo el mundo le tenía miedo.

“Algunas veces había tiroteos por ahí. Recuerdo que vivía con una primita y se escuchaban los tiros y ella corría y se metía debajo de la cama, eso era ya una reacción aprendida, era muy gracioso, yo me reía muchísimo cuando eso pasaba, después entendí el porqué de esa reacción, para mi, ya era algo normal”. Al igual que era normal y divertido ver llegar, todos los días a unos cuantos presos a lo que antes era la PTJ, “entretenimiento familiar” lo llama ella.

Andaba tranquila, siempre había que tener precaución, pero más precaución por los demás que por ella misma. Estaba conciente de que a los demás les podía pasar algo, además de que siempre notaba que la gente se ponía muy nerviosa cuando iba para allá. “Una vez salía con un novio y los papás le prohibieron que me llevara a mi casa. Yo entendía obviamente el porqué, pero es muy difícil hacerle entender a la gente que en ese lugar te conocen, que yo me sentía segura y protegida”. María desarrolló en ese lugar una especie de resistencia interna que conserva hasta el sol de hoy.

Pero eso es algo relativo. Zoraida Montiel (nombre ficticio) tiene 45 años y vive con sus tres hijas en San José, parte alta de Petare, que si El Valle es una zona peligrosa, Petare es, en palabras desconfiadas de un funcionario de la Policía de Sucre, “Zona de Guerra”. Montiel es la señora que limpia el apartamento donde vive María. Mientras trabaja, encierra a sus hijas en el rancho y les dice que no se acerquen a la puerta ni se la abran a nadie, “eso por ahí es peligroso, hay que andar con cuidado porque los malandros siempre andan esperándolo a uno para atracarlo y matan a uno y muerto quedas (…) si los malandros te conocen, no te hacen nada, pero si están drogados no conocen a nadie y hasta se meten con su familia, ¿no se van a meter con uno? La gente vive encerrada, tiene miedo, si yo pudiera salir de ahí, me iría”.

Y es que no es para menos. No hay que vivir en un barrio para sentir los estragos que suceden en Caracas día a día. Según el Observatorio Venezolano de Violencia, 4 de cada 10 hogares sufrieron un delito violento durante el año 2006 y los robos con violencia fueron 11 veces más que los homicidios. David González siguiéndole la pista a estos datos señaló en un artículo de El Nacional de fecha 22 de Mayo de 2007, que “86,9% de los venezolanos ha sentido mucho o algo de temor en los medios de transporte; 66,5% en sus lugares de trabajo; 75,9% en las calles de su comunidad; y 77,6% en sus casas o apartamentos y agrega que 67% de los venezolanos ha restringido sus salidas nocturnas por temor a ser víctimas de algún delito violento”.

“La sensación de inseguridad entre la gente es muy grande y las personas deben tomar sus precauciones”, dijo en una entrevista a regañadientes, el Comisario de la Policía Municipal de Sucre, Wilmer Cabello, mientras me miraba con desconfianza al darme tal afirmación.

Pero María no se inmuta, aparte de los ángeles que la cuidan, ella está segura de que su apariencia también la protege. Según ella, no llama mucho la atención puesto que no aparenta (porque no lo es) ser una niña rica que lleva encima un reloj costoso, prendas de oro y objetos de valor, no es su estilo y es verdad. No usa ropa ni zapatos de marca, su celular tiene las teclas borradas y no la veo con intenciones de comprarse uno nuevo. Pero su estilo es muy particular, es una mezcla de mujer punketa y bohemia; un cabello desaforado, con un corte de éstos que llaman “asimétricos” y par de mechones platinados adornándole la cabeza, pero lo más importante es que tiene un piercing atravesándole el labio inferior. Ella dice que no llama la atención, ¡pero claro que la llama! Sobre todo por ese aro que es como su carta de presentación. Definitivamente, María Isabel no pasa inadvertida por ningún lado.

Durante el Festival Internacional de Teatro del año 2006, a María le tocó atender a la española Antonia San Juan. Llegando, a San Juan la robaron entrando al Hotel Arauco Hilton, le quitaron su Rolex. María iba en una camioneta aparte que agarró por otra calle y no alcanzó a llegar en el momento del atraco. Por eso, no vio ni le pasó nada, y casualmente, a los días, a unas de las personas de seguridad que habían asignado para cuidarlos, la intentaron asaltar a la salida del metro de Bellas Artes. “Yo lo que digo es que es también por la pinta que cargan”.


María Isabel, una niña con suerte

Lo más curioso es que prácticamente todos los miembros de su familia y algunos amigos o allegados han sido víctimas, en menor o mayor grado, del hampa. Es como una especie de suerte mágica que la rodea que me hace pensar seriamente que ella sí se vuelve invisible ante el peligro. Su hermano se mudó a Francia hace un año. Una de las razones de esta decisión fue la inseguridad citadina.

Julián fue víctima de un “secuestro Express” igual al de la película. El mismo guión: tres tipos armados, dos muy drogados, otro medio cuerdo (quien siempre es el más calmado, comparado con la emoción emanada por el par de sujetos abominables). Los tres esperaron a Julián en Valle Arriba, una de las mejores urbanizaciones de Caracas. Se metieron en su carro, lo amenazaron a él y a su novia, les decían “este es tu día de suerte”, sin dejar de apuntarlos nunca. Los amenazaron, los golpearon y los dejaron botados quien sabe en donde. Julián acababa de comprar su carro. “Te das cuenta que seguir vivo en Caracas es una cuestión diaria de ¡Gracias a Dios que hoy no me ha tocado morir en manos de estos tipos! Porque así como me tocó a mi le podrá pasar a cualquiera, le podría pasar a María”, afirma Julián en una entrevista vía telefónica.

A Karelys, la prima de María, le fue peor. Estaba en el San Ignacio rumbeando, y en el estacionamiento la interceptaron dos tipos, la metieron en el carro, la golpearon, le dijeron que la iban a matar, que la iban a violar. Arrancaron a un punto desconocido de la ciudad, el carro iba a toda velocidad hasta que se voltearon en la carretera Caracas-Guarenas. Un taxista que iba pasando vio el accidente, vio que dos tipos salían corriendo del carro, pero Karelis se quedó atrapada, estaba muy herida. El taxista la rescató.

Carmencita, es la Jefa de Producción del lugar donde trabaja María Isabel. Esto quiere decir, que su carga es mucho más fuerte. Hace tiempo hacía lo mismo que María, cobrar cheques de producción y organizar todo. La interceptaron en plena faena, saliendo de un banco del Centro Sambil. Un tipo le montó un brazo encima y los dos iban caminando cual par de enamorados por el Centro Comercial. Ella debía jugar. Él la amenazaba, estaba armado y de forma disimulada la tenía apuntada, la montó en un taxi cómplice que los estaba esperando afuera y dieron algunas vueltas y la dejaron a unas cuantas cuadras del centro comercial. No le hicieron nada, pero le quitaron todo.

A Raquel, otra de sus amigas la robaron en el bus que va a la Universidad Santa María. Sin mediar palabra, le arrancaron el celular de las manos desde la ventanita de la camioneta. Como diría mi mamá: “Se quedó en el sitio”.

Y si me pongo a contar el resto de los acontecimientos, podría pasar horas escribiendo anécdotas que parecen sacadas de una película de Quentin Tarantino. Y es que si nos ponemos a ver, ninguno de ellos estaba en una situación en la que se expusieron al robo, por el contrario, se puede decir que andaban en condiciones más bien normales y poco riesgosas; Valle Arriba, El San Ignacio, el Sambil, el carrito de la Universidad Santa María (en el que por cierto, ahora piden el carnet. Así estará la cosa para aquellos lados). María quien reconoce que se expone a situaciones de riesgo: camina en la madrugada por calles o avenidas si es necesario, carga grandes cantidades de dinero en la cartera, sale de una rumba y se monta en cualquier taxi sin importarle si el tipo es un delincuente que estaba esperando a la primera presa fácil, sube las escaleras del cerro sin pensarlo dos veces, se arriesga, se arriesga, se arriesga y se arriesga y no le ha pasado nada, como diría su hermano “gracias a Dios”.

“Tu amiga es una inconciente, Macaracuay es una zona que no hay que descuidar”, afirmó el Comisario Cabello como si estuviera contándome un secreto. El funcionario no mintió. Gracias a datos suministrados por Flavia Martineau, Concejal de Macaracuay, en el 2006 se registraron 2.153 homicidios en Caracas. Desde el año 2000 se han registrado 3.926 homicidios en el Municipio Sucre; 592 en el año 2006 y 265 en lo que va de año. Uno de esos homicidios se produjo en Macaracuay. Además, 6 de cada 10 asesinados son jóvenes entre 15 y 25 años, lo que evidencia que la población juvenil es la más afectada por la inseguridad.

Macaracuay es una zona particular donde los atracos y el robo de vehículos están a la orden del día, sin embargo, esto podría tranquilizar a María Isabel ya que es una ciudadana de a pie. Pero según PoliSucre, de los 364 delitos que se cometieron, 131 fueron hurtos y 94 fueron robos de vehículos; mientras que hubo 64 hurtos y 24 robos a mano armada, cifras que nos ponen a pensar que al menos en la zona ocurre en promedio, un delito diario de distinta naturaleza durante un año, sin contar todas aquellos que no fueron denunciados. La situación de los taxis en la California, el Marqués y Macaracuay también es delicada. Se registran robos de diferente naturaleza relacionadas con taxis. Los desafortunados conductores de estos vehículos son atracados constantemente, pero también muchos hampones usan los taxis para robar.

El otro día María, con una sonrisita penosa de esas que uno pone cuando mínimo sabe que va a recibir una mirada de espanto, afirmó que estaba conciente de que había cometido una imprudencia con un taxista. ¡Bah! ¿Qué es una raya más para el tigre? “Me monté en un taxi en la Avenida Rómulo Gallegos. No era de línea, era un carro cualquiera con una calcomanía que decía “taxi” y le pedí que me llevara a Los Palos Grandes para retirar una película de filmación, llevaba cosas de otra casa productora que debía llevar después a otro lado: se trataba de una caja de once botellas de Chivas Regal. La puse en el asiento trasero del taxi y me senté al lado. Cuando salí a buscar la película tuve que bajarme un momento y dejé la caja ahí (se imaginarán lo que sucedió). Le dije al señor:

- Espéreme aquí, yo voy a buscar una película, si quiere le pago un poco más, pero espéreme un momento que voy a tardarme un poquito.

- Ok, ¡fino!- respondió el taxista con sobrada tranquilidad.

Pasé un buen rato en ese lugar, cuando salí el taxista seguía afuera esperándome, me monté de nuevo con naturalidad y el sujeto me dice:

-Mira, lo que llevas ahí son unas botellas de Chivas Regal, ¿no?

Yo le respondí afirmativamente, entonces afirmó asombrado:

- Yo que tu la próxima vez no lo dejo en un taxi con un taxista que no conozco. Cualquier otro se va, arranca con esas botellas y no le interesa si le pagaste o no.

- Oye pero es que un fastidio bajarme y bajar la caja conmigo para después meterla de nuevo- respondí medio fastidiada.

- Bueno, es preferible que lo hagas antes de que te roben.

Y con esa frase terminé pensando que algunas veces era una mujer muy inconciente. No lo volveré a hacer.

Pero María Isabel sigue poniendo su vida en riesgo y muchas veces lo hace con una ingenuidad tal, que provoca darle literalmente unos correazos. Desde muy joven, le ha gustado hacerse fotos de desnudos. La primera vez que se hizo unas, fue con un argentino que tiene una cara de demonio sacado de cualquier serie de terror de los años 90. Se conocieron en el Ateneo de Caracas, lugar donde María trabajó por un buen tiempo.

Él se la llevó para la habitación del hotel donde se estaba hospedando para hacerle las fotos. Subieron. Estaban solos. Él pidió que se desvistiera, inmediatamente pensó “aquí fue, me violó”. Ese día se sintió completamente aterrada, pero transcurrió con normalidad, él le pidió relax. Las fotos quedaron geniales y María salió hasta en un calendario ¿Quién iba a decirlo? Otro día, se fue con un amigo y su jefe -quien era fotógrafo- a un viaje a Margarita. El amigo se devolvió y la dejó sola con el jefe, quien le tomaría unas fotos en su chalet de Caripe, ese pueblo hermoso que se alza en el Estado Monagas. Ya en la casa del jefe, éste con voz pausada le pidió que se relajara y se desvistiera. Ella pensó “aquí fue, me violó” y las fotos están guindadas en una especie de móvil que cuelga del techo de su habitación. “Creo que es suerte, gente buena que me consigo en el camino. No me ha pasado nada nunca a pesar de que expongo, porque me expongo a situaciones de riesgo; me arriesgo y cuando lo hago, no me doy cuenta. Si me expongo o me arriesgo, simplemente lo hago y ya”. Definitivamente, los ángeles de María como que sí existen.

Salimos una noche de El Patio, un local que queda en Bello Monte. Iba histérica porque su novio no podía llegar a otro lugar sino a ese con una rubia de esas que uno dice: “Bah, estoy perdida”. Caminaba tan rápido que yo no la podía alcanzar, me provocaba matarla, ¿cómo se le ocurre caminar por ahí a esa hora y montarse en cualquier taxi? Estaba loca, pensaba yo, pero también estaba despechada y eso me permitía perdonarla. Iba segura de que no le pasaría nada: “lo que busco en tomar el taxi y ya, sin pensar en nada mas. No voy pendiente de que me van a robar, voy pendiente de lo mío: me quiero ir a mi casa, voy a tomar un taxi y punto”. A mi me temblaban las piernas.

¿Y si un ángel va para el baño y el otro se va a comer?

“María Isabel se arriesga sin sentido, en ella está operando un pensamiento mágico, pero esa conducta no es la esperada en una persona que vive en Caracas, porque si ella dice que par de ángeles la protegen, yo me preguntaría ¿Y si uno va para el baño y el otro se va a comer? dice entre risas, Javier Barroeta, Psiquiatra y Profesor de Psicopatología de la UCV. “Su forma de pensar es totalmente válida y real. Tiene que ver con factores culturales y de crianza, además de un afán por creer en algo, por aferrarse a algo que le permite sentirse protegida. Para ella, los ángeles existen de verdad y le da fuerza a esa creencia mágica y eso le permite sentirse poderosa y hacer todo lo que hace (…) Si algún día la atracan, inmediatamente se activará ese sentimiento de miedo que en ella está algo escondido, va a cambiar su percepción de la realidad, porque el miedo es libre, es biológico, no tenerlo es como vivir sin dolor y el que no siente dolor está muerto”.

María Isabel es una mujer particular, puede tener todos los miedos e inseguridades del mundo. Cuando me tocó hablar con su ex novio, él hacía mucho hincapié en esto, pero resaltaba que era una mujer guerrera y que tenía las características de una buena productora. Carmencita coincidió con esta afirmación, pero advirtió que a pesar de eso, hay que tomar previsiones “Nunca tomo un taxi que no sea de línea, trato de no hablar por celular sobre cosas bancarias en la calle, no cargo grandes cantidades de dinero en mi cartera… Aquí, roban a la gente con estilo y sin estilo”. Evelin, otra de las compañeras de María Isabel afirma que se está mudando a otro país porque necesita seguridad. También es productora pero le tiene miedo a los motorizados, nunca anda con los vidrios de su carro abajo, trata de andar siempre acompañada, “es muy complicado ser feliz en esta vida como para tener que lidiar también con la inseguridad”, afirma.

Conociendo a María, me atrevo a pensar que no cambiará en mucho tiempo. A partir de hoy, no me contará muchas de sus peripecias callejeras. Seguirá caminando sola por la universidad oscura, seguirá cargando algunos millones en la cartera, seguirá contándose el pelo de manera asimétrica, se hará un tatuaje, será irreverente, pronto se irá del país. Al pedirle que me hiciera una reflexión final para esta crónica, lo único que atinó a decir fue: “Soy una inconciente, lo se, pero espero que no nos pase nada, ni a ti ni a mi ni a nadie, hasta que nos podamos largar de aquí, hasta que podamos salir de esto”

Ojala que tus ángeles jamás dejen de cuidarte María Isabel.